Sigo recorriendo las torres, con toda la paciencia porque
no hay nadie que me apure. Ni siquiera hay alguien que me pare o que me apunte
con su arma gritando “quieto, no se mueva, sino le volamos la cabeza”. Ya no
hay gritos ni murmullos. Un mundo que fue apagado por completo, que fue arrasado,
hoy me apabulla con su silencio sepulcral y hace de mi vida justamente eso, un
cementerio. Miro por los grandes espacios desprotegidos de la torre que en otro
momento fueron ventanales desde el cual se podía contemplar la humanidad y me
parece que fue ayer cuando le dije adiós a mi padre, un faro insuperable en
este paso por la vida, una vida que ahora me tiene entre la desesperanza y la
resistencia como nunca antes. Desde esta torre llego a dimensionar la soledad
que me abruma y como los recuerdos del ayer se entremezclan con el padecimiento
del hoy que amenaza con volverse eterno, hasta dejarme sin ganas de seguir
caminando.
Mi padre fue un gran hombre, honrado y laburante. De chico
lo vi muy poco ya que pasaba largas horas trabajando en el taller y cuando le
quedaba un momento de ocio lo dedicaba a lo que más amaba: leer y estudiar.
Abría su libreta o cuaderno y tomaba apuntes ni bien comenzaba su lectura, que
podía ir desde una novela de ciencia ficción, pasando por alguna biografía de
un personaje histórico de siglos pasados, o alguna antología poética
latinoamericana. Todo era motivo de lectura y se expandía ante sus ojos como
universos infinitos. Él fue mi primer héroe, mucho tiempo antes que otros
hombres y mujeres se pusieran de moda y pase a “endiosarlos” por encima de mi
viejo. Pero solo fueron eso: una moda pasajera que duraba un instante. En
cambio, mi viejo siempre estuvo ahí para aconsejarme, para darme palabras de
aliento y para abrazarme. Como extraño ese abrazo lleno de amor. Como lamento
no haberme despedido como se debe. Recuerdo su cara en el momento mismo que nos
separamos, y prometí que volvería a verlo alguna vez. Obviamente, lo dije para
adentro y no llegué a compartirlo con él. Nos despedimos con un apretón de
manos y una tímida sonrisa. Pude ver como me devolvía la sonrisa con un guiño
de ojos, esa comunicación entre padre e hijo donde no hace falta irnos en
grandes palabras, sino que con un solo gesto basta para transmitir tanto.
A mi madre, en
cambio, no llegué a conocerla, ya que se fue de casa antes que cumpliera mis
dos años de edad. Mi padre me contó la historia del porqué, o al menos lo que
él cree que pudo haber pasado, pero no voy a desarrollarla aquí porque no vale
la pena. Eso en realidad es del ámbito privado de cada uno y además de qué
serviría en este momento sumar un lamento más. Sin embargo, el no haber tenido
una madre por momentos me parece un hecho injusto. Ningún niño debería estar
lejos de su madre, ya que ella nos carga durante 9 meses, nos da la vida, nos
concibe. Pero ya no hay madres, ni padres, ni vida, ni mundo, ni hijos e hijas.
Nada. No queda nada en este mundo desolado. A veces siento que habito este
desastre desde mi más tierna infancia.
¿Cómo hacer para reponerse a tanto? ¿Y cómo hacerlo estando
solo en este basurero pos-nuclear? Me es muy complicado, de todas formas no
dejo de caminar. Y sigo caminando, porque es lo único que me queda. Esta torre
me tiene podrido, puedo ver como todo este desarrollo tecnológico se fue al
carajo, y no sirvió para nada. Para absolutamente nada. ¿Para qué queríamos
cientos de miles de cámaras de seguridad si no pudieron alertarnos del peligro
nuclear? ¿Será que solo cumplen la función de gárgolas multimedia para el
control social? Para ese control social que el régimen neoliberal pretendía
desplegar en todo el país, para tenernos vigilados días y noches sin lugar de
escapatoria. Para eso sirvió solamente, en ese hecho se fueron todos los
discursos contra la “lucha contra la inseguridad” o el “combate a las mafias”.
Pero, ¿quién controlaba a la verdadera mafia? Aquella mafia que se llenó de
plata a costa del trabajo ajeno, a costa de vender la riqueza de lo producido
por todos y todas a los grandes centros económicos. Y aquí estoy, ahora, solo
con mi mente, garabateando hipótesis de lo que sucedió, resistiendo un día más
de pie, aunque las rodillas quieran flaquear. Quizás sea el último día o la
última noche. Eso nunca lo sabré.
Intento correr un poco en la torre para ver si la
adrenalina me ayuda a sentir algo, pero no sirve, ya mi cuerpo está gastado (desgastado
mejor dicho), por el paso de los años. Mi respiración se agita, pero lentamente
vuelve a la normalidad. “Maldita sea”, grito, y me desespero. “Voy a morir
solo”, vuelvo a lamentarme, y me quiebro en llanto. Ya no puedo aguantar más
esto. Ya no quiero seguir así. Me odio y odio a este mundo, a este condenado
mundo y sobre todo a los genocidas que causaron esta masacre. Extraño tanto a
todos. Me convirtieron en un paria, quiero terminar con todo este sufrimiento. Ya
no vale la pena seguir caminando. Sería estirar la vida más allá de la agonía.
Ya no sigo, me bajo aquí mismo.
Pero entre tanto lamento, un fuerte golpe en la cabeza desmaya
a Aquiles. Alguien o algo lo tumbaron. Su cabeza empieza a sangrar, pudo ver,
con los ojos entreabiertos como la sangre se desliza a su lado. Unas botas se
paran enfrente, pero no alcanza a ver si se trata de un hombre, una mujer, una
bestia, o de lo que carajo sea. Un golpe en la cabeza lo toma por sorpresa, y
piensa –en voz baja- “ojalá sea un aliado, ojalá no sea mi verdugo que viene a
terminar con este pobre tipo que hace años viene purgando una pena
interminable, ojalá se haya equivocado y no sea el hombre que busca. Después de
todo, entre tanto lamento, entre tanta desesperanza y olvido, a la fuerza
comprendo que no estoy solo en este mundo de mierda.”